Prensa/CMB/Jabeando/23-09-2021.- El escrito que estamos dando a conocer, no es una simple opinión, sino que revela los sentimientos que caracterizaron durante toda su existencia a nuestro Presidente Honorario don José Sulaimán, y como podrá constatarse este capítulo es lo que comentó en aquel terrible 11 de septiembre de 2001 que de hecho vino a cambiar mucho de lo que nos había caracterizado.
Del dolor a la pasión del box
El Presidente del CMB y su visión de la ciudad que encontró después de los atentados.
José Sulaimán Chagnón
Diría yo que la nueva ciudad del Nuevo Mundo, Nueva York, fue puesta en mi destino.
Mi padre, don Elías Sulaimán, tenía en sus manos en 1921 un boleto para zarpar de Beirut, Líbano, su tierra natal, hacia la América y el puerto de Nueva York, donde se reuniría con sus padres que vivían en Boston, Massachusetts.
Don Elías cambió su pasaje para unirse a un grupo de seis amigos que venían en otro barco, también a la América. Eran aquellos tiempos de la historia, cuando el flujo de valientes emigrantes dejó atrás la tierra de sus amores en busca de un nuevo destino, para formar parte del mundo nuevo. Bendito destino.
Después de 39 días a través de los mares llegaron, al fin, a las costas de la soñada América, ¡oh sorpresa! No era Nueva York, era Veracruz, México, en plena etapa final de la Revolución Mexicana que los recibía a balazos.
No pudo mi padre trasponer la frontera por cuatro años para encontrarse con sus padres, pero a cambio conoció a su amor, mi madrecita, en Ciudad Victoria, Tamaulipas, donde contrajo matrimonio y así nací yo, producto de ese error geográfico que marco mi destino. Nueva York quedó para después.
En Nueva York pasé algunos de los días más dramáticos y estresantes de mi vida, al defender al CMB en un muy famoso caso “antitrust” por el que nos demandó ese viejo zorro del boxeo, el promotor Teddy Brenner; en Nueva York recibí de las Naciones Unidas el honor más grande de mi vida, por nuestra lucha contra la discriminación racial; de Nueva York eran dos de mis grandes ídolos de béisbol, el deporte de mis amores, en mi temprana juventud, Babe Ruth y Joe DiMaggio; en Nueva York he vivido intensamente parte de mi vida y he escuchado siempre con profunda emoción esa “New York, New York” que Frank Sinatra inmortalizó.
Por ello acepté con humildad mi “debut y despedida” en las lides del periodismo, la invitación de mi amigo Daniel Esparza, cuando se enteró de mi decisión reciente de volar a Nueva York para sancionar una pelea sólo unos días después de ese salvaje atentado que destruyó para siempre las torres del WTC, llevándose miles de vidas inocentes por bárbaros fanáticos enloquecidos, animales rabiosos que marcaron de negro el 11 de septiembre, perecedero tiempo de luto, para más de 68 países que perdieron a su gente.
EL VIAJE
Contra la voluntad de muchos, decidí viajar a Nueva York seis días después del atentado, acompañado de mi hijo Pepe, quien sin poder negar “la cruz de su parroquia”, se afeitó la barba por aquello de las dudas y represiones. De las tres horas recomendadas en México antes del abordaje, necesitamos sólo 30 minutos, para luego viajar muy cómodamente en un jumbo 757 con sólo 27 pasajeros. Llegamos a Nueva York a un aeropuerto semivacío, saliendo a la calle ¡en menos de 20 minutos! Contrario a los anuncios de mil revisiones, que prometían seis horas de trámites y molestias.
El espíritu depresivo que vive la gente en la ciudad era evidente, calles desoladas. Extrañamos chocar, pisotear y pelear con otros transeúntes por llegar primero a la esquina y poder cruzar a la siguiente calle; restaurantes vacíos y en cuatro de los cinco a los que fuimos, los meseros nos invitaban a regresar “y por favor traigan amigos”, nos decían. Varias amenazas de bomba entorpecieron la entrada de los vehículos a la isla y se colocaron puestos de inspección en los túneles y puentes de entrada. Al terror colectivo se aunaron las celebraciones israelitas del Yom Kippur o día del perdón, y las calles se vaciaron por completo.
Una frustrada visita a la “zona cero” no nos impidió ver las columnas de humo oscuro que se levantaban sobre los edificios llevando consigo una pestilencia casi insoportable. En la ciudad no hay caos, sino paz, tranquilidad y solidaridad hacia la gente que trabaja en las labores de rescate, a donde sea que vayan son coreados como héroes del pueblo, situación muy similar a la vivida en nuestro país durante el terremoto del 85.
Cada estación de bomberos tiene altares, flores y fotos de los caídos con el derrumbe de los edificios; las estaciones del metro están repletas de fotos y pensamientos de los miles de inocentes que perecieron en el ataque. Pero la ciudad vive, la gente quiere vivir y construir su dignidad “life goes on” (La vida sigue) decían en todas partes y el pasado fin de semana las calles se nutrieron de gente que salió a disfrutar de su ciudad, de su libertad y todos fuimos bien recibidos. Nueva York nuevamente empezaba a vivir.
LA PELEA
Un mes antes de la pelea, en un acto inexplicable en una conferencia de prensa multitudinaria en el Estadio Hiram Bithor de San Juan, Puerto Rico, Bernard Hopkins arrebató de las manos de Tito Trinidad la bandera de la isla, pisoteándola sobre el suelo para enfurecer a los fanáticos.
Con la tragedia de Nueva York que enlutó a tantos corazones, sólo unos días después del incidente en Puerto Rico, electrizó el ambiente a tal nivel que cundió una seria preocupación y el presagio de nubarrones de violencia entre el público, que disminuyeron afortunadamente, por la posposición de la pelea hasta el 29 de septiembre.
La noche del sábado, el Madison Square Garden casi lleno, rugía a favor de Tito y en abucheo para Hopkins, ambos impresionantes.
Desde el primer round Tito salió a matar y Hopkins a boxear. Ahí mismo se escribió la historia. Desde ahí se abrió la puerta de los 12 rounds. Hopkins siempre activo, nunca estático, soltaba su jab como estocadas casi siempre conectando, moviéndose hacia los lados sin presentar un blanco fijo.
Trinidad tuvo su único gran momento en el sexto round, cuando soltó y conectó duros golpes a Hopkins, que los recibió sin mostrar efecto. Del séptimo round en adelante ya sólo fue un boxeador, Hopkins, quien al darse cuenta en el sexto round que no le hicieron efecto los mejores golpes que le tiró Trinidad, le perdió el respeto para avasallarlo en el último round con toda clase de golpes hasta derrumbar estruendosamente al orgullo de Puerto Rico.
Nos dio pena ver a tanta gente llorando, pensamos que la pasión había sobrepasado la línea de lo razonable, para quienes creyeron que el perdedor había sido su patria, y no un boxeador.
En esta ocasión la mente dominó al corazón. La frialdad calculadora dominó al coraje, se cumplió el mito de que “boxeador que se enoja, pierde”, en esta ocasión el buen boxeo superó al ponchador. La excelencia boxística, el poder.